Me he pasado cuarenta y nueve días, que se dice pronto, haciendo algo diferente cada día. Me quedan trece días de libertad sin pisar Vitoria y sin levantarme a las seis de la mañana y no quiero, ni mi cuerpo ni mi estado de ánimo lo permitiría, pasármelos yendo solamente a tomar algo, al mismo bar de siempre, a hablar de los mismos temas, a estar mirando el reloj cada dos minutos para ver si el tiempo pasa más rápido para volver a casa a ver una peli. Con veinte años, mis amigos están hechos unos abuelos y tienen que sacar de paseo a una niña de cinco primaveras de mentalidad que quiere ver el mundo más allá de nuestro pub de todas las tardes.
Y luego preguntarán que por qué escapo o por qué hago planes con otra gente hasta tener la agenda llena hasta arriba.
Y cuando nadie me aguante más, diré que ha sido todo por culpa de los demás.
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